miércoles, 29 de febrero de 2012

Impensable

Él ya no quería más planteos. Ella no quería más ilusiones estructuradas. Los dos sabían precisamente lo que no buscaban. Sus caminos se cruzaban cuando no había más opciones, cuando era inevitable el desvío, los colectivos, la lluvia y ese extraño viento norte. Entonces los juegos comenzaban, porque era tan fácil retomar desde la vez anterior, porque ninguno de los dos dejaba escapar un detalle. Medían sus palabras con reglas milimétricas, cada una se hilaba a otra que se había pronunciado años atrás. Sólo eran unos enfermos, quizás. O le daban demasiada importancia a los sonidos. Ella lo llamó "ladrón" y él se asustó, aunque la sonrisa burlona que acompañaba a la acusación fuera evidente. Él le dijo que no lo conocía, y a ella se le congeló la cara. Tenían mil nombres para cada uno, mil maneras de llamarse. Él nunca la había visto bailar. Ella no tenía ni una foto de él. Les hubiera encantado meterse en los pensamientos del otro, para desordenarlos, para perder las reglas y probar si fuera posible un comienzo tal cual sucedió antes, en un mar azaroso, donde cualquiera podría haber huído sin dejar rastros.
Una sola vez discutieron, y sus atípicos insultos cayeron sobre sus ojos sin manuales explicativos. Pero se encontraron las perras negras en la arena, y en lugar de destrozarse los colmillos, agacharon la cabeza sin siquiera vislumbrar lo que habían causado. Se lamieron las heridas mutuamente, admitiendo que había demasiado que no comprendían. Y así se dejaron ir, molestos y ansiosos por todo aquello que no podían pronunciar porque no tenía nombre, porque les dolía y no podían acercarse a través de los límites. Sólo en sueños lo habían logrado, en noches de luna llena, asfixia de verano y soledad de auriculares. Siempre se quedaban con el vacío entre ellos, el gusto a poco en la boca y en el estómago, la sensación de que en cualquier momento alguien los pellizcaría para sacarlos de las tierras de Morfeo y serían violentamente arrojados a una oscuridad donde no pudieran volver a consolarse jamás. Ella le prometió que siempre lo recibiría con una sonrisa, aunque su alma intentara incendiarse. Él le prometió que jamás sería violento, aunque se sintiera frustrado. Tenían tantos secretos como era posible, tantos miedos como pesadillas, tantas dudas como temblores sísmicos. Y no se amaban.

lunes, 27 de febrero de 2012

Inalcanzable

Él la recorría con sus palabras, pero ella no dejaba de boquear. "Calláte", quería decirle él. "Callate, que no puedo escuchar tu corazón". Pero la dejó seguir, sin interrumpirla. Lo que él quería era sentirla más cerca, sin que ella volteara la mirada, sin que se le escapara como otras veces. Ya la había visto así, ya había visto cómo le temblaban las piernas, cómo se mordía los labios. Ya le había hecho pedidos inútiles, que ella no respondía más que con un "ok". Le molestaba un poco su vocecita aguda, su torpeza. La ignoraba, la desconocía, excepto cuando apoyaba su boca en la suya. En esos instantes de silencio creía que el mundo se iba a detener, que la costumbre tenía que lograr que se derrumbara un pedazo de cielo. A ella no le importaba la costumbre. Sólo sabía que tenía enfrente un enigma que no podía resolver con palabras, y eso la llevaba a la exasperación. Cuando no pudo jugar, se enojó, y quiso patear latas, apuñalar paredes, puñetear vidrios. Él la veía tan ambiciosa, tan porfiada, tan terca. Ella no quería saber nada de esperas ni tiempos muertos. Creía que ya había esperado demasiado.
Eran dos egos revolcándose en sus ilusiones. Cuando ella reía, él no entendía. Cuando él cerraba los ojos, ella creía que no la quería ver. Cuando ella lo miraba fijamente, él imaginaba lo peor. Cuando él la desafiaba, ella se paralizaba. Seguían jugando sin saber qué buscaban. Ella se arrepentía de dejarlo ir con las manos vacías, pero no sabía usar otra disculpa más que "perdón". Él la observaba y no podía dejar de asociar su cara de nena, su cuerpo de nena con su inexperiencia, su inmadurez. Él deseaba tener algo que ella jamás le daría, ella deseaba lo que él no quería darle.
Era necesario preguntarse si la lluvia no borraría las manos, si los truenos no cercarían el placer, si los relámpagos no esconderían los recuerdos de las palabras susurradas al oído. Era necesario, porque seguirían buscándose el uno al otro durante años, sin conocer la razón, sin poseerse por completo. Pasarían los meses y ellos seguirían la misma conversación interminable, el mismo acto indescifrable, a pesar de los códigos y las estocadas con zapatillas en la calle y los paraguas ridículos y las canciones que cantaban al unísono.

lunes, 13 de febrero de 2012

Imposible

El final del verano estaba tan cerca, a sólo unas semanas. A ella le daba miedo: el invierno amenazante traía a soledad de la mano. A él no podía importarle menos. Ella soñaba que discutía con sus amantes, que todo llegaba a su fin, que el cambio era inevitable (y sería doloroso). Él se alejaba de lo que pudiera implicar un movimiento: todo debía permanecer tal y como era, a pesar del cambio de temperatura. Ninguno de los dos se hubiera atrevido a confesarlo, pero la ansiedad los carcomía por dentro. Sus silencios tenían significados totalmente distintos. Ella soñó con un cielo apocalíptico, plagado de soles que estallaban en medio de la inmensidad, y quedó extasiada. Él soñó con ella, que soñaba su cielo apocalíptico. Ella entendió lo que significaban las imágenes. Él se olvidó en unas horas de lo que había visto por la noche. No se conocían, realmente. Las palabras nunca habían sido suficiente, ni las fotos, ni los videos. Habían compartido camas, desayunos, libros, música, catarsis en grupo, y aún así, no podían alcanzarse. Ella lo sabía, y le dolía. Él quizás lo intuyó en una mirada, pero decidió no creerlo. Siguieron mirándose al espejo mientras el verano se terminaba, sin que sus manos se tocaran, sin que ella consiguiera sus respuestas, sin que él concibiera otra posibilidad, sin amor, sin dolor, sin dulzura, sin crueldad. Nada.