miércoles, 21 de marzo de 2012

Inmutable

Ella deseaba secretamente que le doliera su silencio. Él se escondió en agendas apretadas. Ella tenía a su pesar, complejo de princesa en apuros. Él siempre se había comportado como un caballero, aunque deseaba exactamente lo contrario. Quizás no fuese una coincidencia que el día en que se miraron por primera vez, se desatara una tormenta. Quizás no fuese coincidencia que aún sin confiar en su pont-des-arts, siguieran cruzándose en lugares insólitos. Quizás sólo eran ellos dos que buscaban la literariedad en todo, porque en el fondo sólo deseaban saber que había algo más allá. Julio los había poseído en acaloradas discusiones por una época en la que al sentarse en las plazas los árboles les hacían llover florcitas mientras reían inventando monstruosos secarropas que se alimentaban de medias, buscando motivos estúpidos para realizar marchas y otras escenas inexplicables. Ahora ni eso los consolaba, ya no era suficiente. Nada era suficiente después de la caída en la nada. Ambos necesitaban mutar, y ninguno sabía cómo hacerlo. No sabían cómo buscar la mirada del otro ni apoderarse de ella. No podían intercambiar sus vidas –más de una vez habían hablado sobre- ni seguir enredados en la presencia del otro que se disolvía en entresueños. Ella creía que su vida estaba en una pausa en la que sus emociones se habían congelado. Él afirmaba que la pausa en su vida había sido ella –la única que lo invitó a salir del tiempo. Ella seguía gritándole al mimo y esperando su respuesta, aunque no quería que mirara más allá, que conociera sus oscuridades. Él temía que ella cambiara sus intereses, que lo obligara a cambiar su deseo por el suyo. Por eso, ella cambió todo lo que quiso. Por eso, él no cambió nada. Y cuando volvieron a acercarse lentamente, con miedo a un ataque sorpresa, descubrieron que sus deseos habían mutado. Que el punto de inflexión seguía siendo el mismo, pero lo que antes apuntaba al norte ahora lo hacía hacia el oeste. Las ironías estaban a la orden del día: aunque las vieran, no las nombraban. Ella, de tanto moverse, se había transformado exactamente en eso que él deseaba, sin quererlo. Él había encontrado la necesidad de arreglar lo que ella le reprochaba, pero había perdido el motivo para hacerlo. No se reconocieron, ni en las palabras ni en los gestos; aunque la pared invisible estuviera ahí, ninguno de los dos quiso derribarla: se limitaron a mirarse tristemente, pensando que ni aunque se admiraran como estrategas, sus huracanes tomarían el mismo rumbo.

viernes, 9 de marzo de 2012

Inexpugnable


Las torres de marfil crecieron hasta asemejarse a Babel; realmente sus lenguas habían cambiado, tanto que se sintieron traicionados. Los atrapó la sensación de haber vivido un sueño, una illusio que sólo existía en sus cabezas. La seducción los había atravesado con las palabras, los cuerpos siempre habían sido parte de algo obvio y secundario. Las consumaciones tácitas los alcanzaron incluso antes de que se supieran hundidos en un deseo ineludible. Ese mismo deseo estaba ahora atrapado entre mareas frías, en un pozo al que ninguno quería asomarse. Lo abandonaron sin saber porqué, sin tener una razón certera. Si hubieran tratado de explicarlo sólo habrían creado más confusión, o incluso se habrían lastimado intentando mostrar un sentimiento incomprensible. Ella quiso frasearlo más de una vez. Él supo enseguida que no había forma de lograrlo. No los rodeaba el silencio, pero el ruido de fondo era una constante que, ineludible, los dejaba al borde de las lágrimas en los días que todo se movía en la dirección contraria. Ella caminaba sin mirar a su alrededor. Él viajaba sin importarle el destino. Ambos siguieron inventando juegos. El otoño hizo que todo cayera. Ella decidió cambiar de imagen para no ser agua de foso. Él siguió siendo un caballero demasiado tímido –y quizás escondiera cierto temor a un rechazo, a un arrepentimiento-. No sabían cómo trepar las murallas propias, mucho menos las del otro. Temían ser invasivos y por eso cayeron en figuras apáticas y desinteresadas. Ella quería hablarle, pero temía sentir que su voz era inútil; por eso en sueños gritaba. Él pensó que era su culpa, que su falta de acciones lo había mostrado como un glaciar frente al calor de una fogata, y que por eso era mejor callar, antes que seguir hiriéndola. Se cruzaron en una fiesta, una noche de manos frías y amigos ebrios. Ambos pretendieron no conocerse, a pesar de las miradas sorpresivas que les dirigieron algunos. No pudieron encontrarse más allá de las bufandas y otra vez se balancearon sobre cuerdas y andamios flojos. Los puentes estaban cerrados, los gestos de cariño nunca habían sido suficientes para el amor. Ambos tomaron el camino de vuelta más rápido a la soledad: decidieron, en el mismo instante, que era demasiado trabajo intentar, que el riesgo no valía la recompensa. Los barquitos en la tormenta se alejaron de los faros, pensamientos adentro, sin puertos amigables que los recibieran –con los brazos abiertos- a la vista.

domingo, 4 de marzo de 2012

Insensible

Se alejaron. Ella decidió probar otros cuerpos, él otros hoteles. El tiempo pasó muy rápido, inventaron ceremonias de interior con otras intenciones. Se extrañaban, pero el vacío que había crecido en sus cuentas de mail no los aterraba, sólo los dejaba en la nada, en el agujero de lo inevitable. Las formas de sus rostros empezaron a volverse borrosas, a encontrarse en la calle, en un recuerdo sin luz. La tensión de creerse más de lo que en realidad eran los había dejado exhaustos para seguir arrojándose cuerdas al otro lado del puente. Cayeron, como mil veces lo habían hecho, en sí mismos, en la rutina de los días indiferenciables. La conversación interminable se cortó sin que ellos lo desearan. Ella encontró suficiente tiempo para deshacerse de viejos papeles. Él se lastimó una mano en una mudanza ajena, y se aburrió en la sala de espera de un hospital. Le molestaba la falta de una sonrisa, pero no quería reconocerlo. Ella huía de todo lo que le llevaba a él. Ambos dejaron de sentir el abrazo invisible que alguna vez los había unido, ese abrazo que era fuerte y agradable y tal vez llevaba un poco de desesperación. Las imágenes que antes los asaltaban desaparecieron entre obligaciones, números, colectivos y multitudes imparables. Era fácil distraerse de lunes a viernes, y dormir de corrido los otros dos días para no pensarse. Ella anhelaba que creciera algo nuevo, algo diferente. Él veía caer rayos y cerraba los ojos en espera de un ruido que lo estremeciera hasta la médula. Él se cerró a las palabras, ella se abrió por completo a la tinta, tanto, que se empapó los vestidos, mientras él daba caminatas bajo la lluvia. Ninguno quiso llorar. Ninguno quiso escuchar los viejos nombres. Los arrinconó el silencio.