miércoles, 18 de abril de 2012

Insurrecto

Todo lo que la asusta le socava los pulmones. Todo lo que la persigue le apunta a la garganta. Porque uno tras otro se le rompen los castillos, con foso, puente levadizo y lo demás. Caen como una explosión programada al ritmo de la música de negros que le dejaron y que se le pegó. No sabe cómo detener lo que ya está en marcha. Las palabras ahora son inútiles, especialmente los ruegos. Caer de rodillas le deja raspones que no la hacen llorar. Se entretiene con otras armas ingeniosas, de las que que no sirven para defenderse, que se la llevan de la rutina. La única opción es entregarse al tiempo y lo sabe, pero se re-niega; le molesta la espera. Ya no puede esperar. No sabe hacerlo, porque la quietud la ahoga. No sabe callarse, no sabe porqué todo desaparece, no sabe que ser sumisa no es lo que le toca.
Porque el sentimiento, volverá. Lo sabe. Una y otra vez la causalidad le arma rayuelitas en las esquinas, en direcciones diferentes. Y si no las encuentra, se las busca. Encuentra mil formas de escapar de la hora muerta, de lo que debería, de lo que no está en sus libros, de lo que no alaba. Cuando se reinvente, lo sentirá otra vez. Aunque las caídas le dejen cascaritas rojas, todas las personas que lleva en sí la putean hasta que se vuelve a parar. Mil veces, en mil años, en mil almas. Todo lo que siente cambiará.

lunes, 16 de abril de 2012

Inmedicable

La costumbre de que le rompan el corazón, lo insensibiliza. Ya es sólo un trámite, un número de teléfono menos. Vuelve siempre a los mismos lugares, las mismas canciones, las mismas noches de insomnio. Los sueños cambian, a veces, un poco. Sólo un poco. La pregunta de fondo, sin embargo es siempre la misma maldita incógnita. Los días siguen, a la luz del sol todo se ve brillante, pero cuando se va, sólo el tacto lo salva. Lo salva del agujero. Su quietud es sólo una ironía, su deseo más ardiente es entrar en combustión espontánea y desaparecer. Es sólo una fase del péndulo, dice. Un momento en la hamaca en la que se queda suspendido antes de volver atrás. El cuerpo no tiene nada que ver, no. Es la cabeza, es el sueño, es el anhelo. Es el aire, es ella, es el agua, es ella, es el fuego. Fuego, sobre todo, el incendio del verano anterior, una promesa que se quedó a medio camino, un fallido, un incompleto. Tenía las manos arrugadas. Tenía los pies descalzos. Temía que lo encontrara. Temía que hubiera un más allá.

miércoles, 11 de abril de 2012

Inadecuado


A ella le molestaba su silencio. Le molestaba que actuara como si nada hubiera pasado, como si sus palabras no le hubiesen afectado. Le molestaba creer que ya no tenía ningún tipo de impacto en su vida. Por eso creció un rencor impropio en sus antebrazos, por eso se alejó de los lugares que él frecuentaba. Él no podía asimilar su rechazo, pero en ningún momento dejó que se le escapara una lágrima. Sin quererlo se cortó el pelo como a ella siempre le había gustado. Intentó jugar a consolarla desde algún lugar lejano, pero sólo logró crear un clima extraño. Ella ya no podía sostenerle la mirada, él no quiso acercarse nuevamente. Pero lo que los enloqueció al final fueron los otros cuerpos: los otros brazos que la rodearon a ella, que la atajaron del salto que había elegido; las otras manos que tomaron las de él para sostenerlo. Los otros terminaron el trabajo que habían empezado ellos mismos: el lento camino a la destrucción de los recuerdos, la mutación final, cercenaba todos los sentidos de encuentros anteriores, los volvía impuros, inestables, inválidos, inútiles sabores de un pasado que no volvería a ser. Y si se les ocurría tomarlos por asalto –los recuerdos suelen ser incontrolables- los golpeaban con toda la fuerza de las palabras que la cobardía, o quizás la cordura, no les permitió pronunciar. Pero los otros estaban ahí, eran reales, tan reales como puede ser un cuerpo en la noche, la lluvia entrando por la ventana y el olor de la tierra mojada. Nada podía cambiar eso, nada podía detener el movimiento del mundo, los nuevos caminos que recorrían, los objetos diferentes que los rodeaban, las pieles tibias que rozaban en sábanas desconocidas. Todo parecía flamante en medio de una flameante historia que los envolvía sin aproximarse siquiera a un cierre, donde las vueltas en círculo estaban a la orden del día, donde no había jamás nada que decirse, jamás un momento de sinceridad absoluta, jamás una inhalación en calma, jamás tiempo para vaciar el dolor en el lugar debido. Sólo no había tiempo.