sábado, 18 de octubre de 2008

I just felt like destroying something beautiful...

Estoy harta de la gente que no mide sus palabras, ni el daño que pueden causar con ellas. Les tienen tan poco respeto, las usan y las ensucian sin pensar, las convierten en prostitutas de sus labios, sin códigos ni honor… No tienen idea de lo que significa una palabra hiriente… usan insultos vacíos de significado, en lugar de buscar ésa palabra que saca lo peor de cada uno, ése lugar gramatical que desborda la presa que hay detrás de los ojos, ésas letras que mortifican más que una humillación pública…
Las palabras no existen para ser tratadas así… Hay que mimarlas, cuidarlas, darles un trasfondo positivo, jamás negativo… Porque no nacieron para herir, sino para unirnos… Para armar puentes… Para alcanzar lo inalcanzable en el otro…

Y a la vez nos crean distancias insalvables. Dualidad insoportable.

Demencia


Enloquecer… enloquecer de locura… enloquecer de vida sin oxígeno, enloquecer de vida sin amor, sin abrazos. Enloquecer de belleza, de ahogo sinrazón, de ganas de besarte. Enloquecer de estornudos incontrolables, de garrapatas en la garganta, de miradas inolvidables. Enloquecer de dolor y de furia ante la pérdida, la injusticia y la crueldad. Enloquecer de rutina pasiva, comodidad agresiva, susurros violentos. Enloquecer de placer, de ambición y de pelos de gato. Enloquecer de sed, de palabras y de sangre. Enloquecer en la juventud y en la vejez, de conocimiento y de emoción. Enloquecer. Perder el sentido común, la razón, dejar de contener el maremoto de pensamientos atrapados en tu red en tu océano. Perder. Dejarse ganar, dejarse llevar por la marea, las olas tibias. Dejarse hundir… y acabar.

Más allá. Capítulo 1


Ella la conoció un día frío de julio, de ésos que congelan la nariz. Absorta en el diario, levantó la cabeza y la vio: una morocha flaquita, tan flaquita que sus rasgos se le antojaron un tanto andróginos; la mandíbula marcada, los ojos grandes.
-Hola.
-Hola- le respondió la flaca, sonriendo. –Tenés fibrones verdes?
-Sí- contestó, ella nerviosa, sentía que se le enrojecían los pómulos. –Son dos cincuenta- y mientras se lo alcanzaba notó que la flaca tampoco podía mirarla fijo, la torpeza de las manos en la billetera.
Ese día no se dijeron nada; tampoco al siguiente, ni al otro. Tomó un tiempo que se animaran a mirarse sin vergüenza, a dirigirse palabras en un rápido cruce de ojos. Si hubiese sido por ella, jamás hubiera abierto la boca. Pero la flaca no aguantó más y se animó. La esperó un día a la salida para invitarla a tomar un café, té, lo que gustara. Ella temblaba de los nervios, pensando que podía no gustarle su camisa, su forma pausada de hablar, el maquillaje oscuro. Pero la flaca se portó tan bien, casi como un caballero: hablaron de la vida, el trabajo, los libros en común. Ni se mencionaron lo más importante, eso que las dos escondían y que en medio de un café hubiera abierto una brecha innecesaria, un momento incómodo. No hacía falta expresar el deseo, los gestos decían todo, y ellas sabían que estaba ahí, esperando.
A medida que pasaron los días y los cafés en el bar de la esquina, algo empezó a cambiar en ella, estaba contenta, feliz por nada, sonreía en la calle, se le salía la primavera por los poros. Había encontrado a su cómplice en silencio, alguien con quien hablar y ser ella sin necesidad de gritar su secreto. Cuando le sonreía, se sentía entendida y segura.
Hasta que el verano trajo el calor, el viento tibio y la lluvia, y llena de sentimientos que la abrumaban, ella se animó a hablar. La flaca la estaba esperando afuera como siempre, con sus zapatillas rojas, el jean rotoso y el pelo desordenado.
-Querés venir a mi casa?-. La pregunta se le escapó en un susurro, temerosa de la respuesta, casi como pidiendo permiso para hacer ruido. La flaca sonrió, y al ver la ansiedad en los ojos de ella le preguntó:
-Estás segura?-.
Ella asintió sin pensarlo, sin acordarse de los reparos que había puesto hasta ese momento, del miedo que la había atormentado al soñar con esa pregunta. Caminaron juntas, sólo eran un par de cuadras, hablando del calor y las prontas vacaciones. La flaca se rió cuando ella creyó haber perdido la llave mientras le temblaban las manos que revolvían el bolso.
-Pasá, sentite como en tu casa-. La invitó a recorrer el lugar, pequeño y cómodo, mientras le convidaba un mate dulce, tan dulce porque a ella se le cayó el azúcar. Se excusó, escuchó que la llamaban distraída en una risa ahogada, una risa que intentaba arrancarla de su estado nervioso. Ella mantuvo la distancia formal, el espacio entre los cuerpos, para evitar cualquier choque o roce. Pero cuando se tiraron en el sillón (el mate en el medio) supieron que no podían escapar de lo inevitable, ella le quiso mostrar unos libros y la flaca le dijo que no se fuera, que se quedara en el sillón con ella, que se los mostraba después. Ella sintió la mirada de la flaca en su boca, en su cuello, recorriéndola, y no se atrevió a devolvérsela (aunque lo deseaba, aunque anhelaba encontrar un gesto que correspondiera a tantos meses de consumaciones tácitas.)
La flaca, tan caballerosa como siempre, se limitó a contemplarla sin acercarse un centímetro. Ella dudaba. Si se atrevieron hasta ese punto, porqué no seguir?. Tantos cafés y té en la esquina, habían llegado a conocerse bastante bien; hasta había fantaseado con rozar sus labios sobre la piel morena de la flaca, tan tentadora, tan cercana. Pero… Pero… Algo la frenaba, algo le decía que estaba sintiendo demasiado, que su corazón iba a estallar.
-Tenés miedo?- sintió que le preguntaban, y su cara respondió por ella. Sólo es cuestión de animarse, se dijo. Tomó la mano izquierda de la flaca y se la llevó al corazón. Aún no quería mirarla a los ojos, aún no. Pero la flaca movió la mano hacia su barbilla, y la obligó a levantar la cara.
-Muñeca, le dijo, yo siento lo mismo que vos. También tengo miedo.
El silencio que siguió les cortó las gargantas, y ya no pudieron decir nada más.