miércoles, 2 de marzo de 2011

Esas malditas costumbres (completo)

“(…) desnuda para nadie.”

J.C.

A ella le molesta que la despierten cuando está muy cansada. Le gusta estar sola en su casa, prender sahumerios y velas, y así darle tiempo a su alma para curarse. ¿Curarse de qué? Ella tenía la certeza de que su corazón iba a explotar un día cualquiera. Por eso creaba ambientes seguros y tranquilos, donde pudiera escucharlo latir. Entablaba una pelea constante con su propia oscuridad. Por eso, o quizás no, ella es de las que cortan los alfajores con cuchillo. Toma té mientras llora todas las noches, por eso tiene un rollo de servilletas de papel al lado de su cama. Entredormida entre la tinta azul y el rojo pelo y la música y ese cansancio tan pero tan gris.

“Voy a tener que insistir: prefiero vivir rompiéndome la cabeza contra las paredes antes que ser una persona tibia. No soporto a la gente que no se posiciona, porque eso significa que no siente pasión…”

Todo el tiempo tenía miedo de tener bichos en la espalda. Así, sin denominación, bichos. Por más que el médico, los parientes, el bañero en la playa le aseguraban que nada estaba anidando en su piel joven, ella aseguraba que algo “le caminaba de arriba abajo, haciéndole cosquillas.” Su imaginación, demasiado vívida para los psicólogos, la llevaba de la mano hacia las pesadillas más horrendas. Despertaba empapada en sudor frío, en medio de un grito, de una mano que salía de la oscuridad, del ataque del monstruo casi humano. La noche la encerraba entre sábanas donde jamás se sintió a gusto. Sólo lograba salir del embrujo de los sueños cuando descifraba sus claves: en cada grieta inconexa, en cada giro inesperado, se escondía una palabra, un acertijo que ella debía rearmar como un rompecabezas maldito. Más de una vez sintió que no lo lograría; en ese otro mundo el tiempo siempre acuciaba, porque el persecutor de turno no tardaría en aparecer o ya estaría intentando arrancarle las manos y el corazón. El precio a pagar era demasiado alto: perder los miembros, y quedar atrapada en ese limbo de interminable niebla gris, del cual no había escapatoria posible. La suerte y el ingenio le habían dado agilidad –con el paso de las noches- para correr de sus cazadores y desencriptar a la vez los confusos códigos que le daban: casi siempre eran laberínticos juegos de palabras. Tal vez su condena se debiera a sus usuales caídas en entresueño que la atacaba mientras escribía. Las dulces ovejitas la arrollaban en una estampida que la dejaba inconsciente y vulnerable como un niño pequeño.

-“Así se desangra cualquiera.”- pensaba, mientras se deslizaba por la madriguera del conejo, Irene Alicia, espejo de sí misma en un plano desfasado de su cama de dos plazas.

“Asociaciones ridículas. En mi sueño, vos hablando y hablando sin parar sobre ‘la mendocina’ y yo que pienso en Mendoza –el virrey de México, que se atribuyó la conquista sin mover un dedo- y vos sos ‘la conquistadora’ por excelencia, siempre jugando a ser lo que no, creando méritos inexistentes…”

Escucha voces lejanas que no saben indicarle el camino. Teme que si duerme con un gato (o mejor como un gato) acurrucada entre las sábanas, no la acepten; que su vida bohème no sea de su agrado, porque a cada rato se sale de la caja en la que la pusieron. Para ella las respuestas son siempre el problema a la vez que la solución, es imposible arrancarlas de raíz. Quiere que su pelo se convierta en pelo de gato. Irene está enojada porque el nuevo edificio que construyeron en la manzana de su departamento pequeño le obstruye el sol del atardecer, la mejor hora para sentarse en la ventana. Cree que destruir se parece a descubrir, pero crear armatostes para tapar el sol, no le agrada. No quiere caminar con el corazón en las manos, se lo destrozaron más de una vez y prefiere esconderse. Como los bichos en su espalda.

“Qué me hace feliz? Música, la música me relaja. Pero vos. La satisfacción del trabajo bien hecho. Pero vos. Una noche de brisa tibia y olor a lluvia, perfecta para gualichos. Pero vos. Una carta perfecta. Pero vos. La idea para un nuevo relato. Pero vos..”

Le arde la boca del estómago. Quiere encontrar una brecha en la costumbre que la ahoga, tan simple como encontrar un titular ridículo, o crear el suyo: mujer muere aplastada por un televisor. Está harta de las preguntas retóricas y los límites. De los tubos fluorescentes y la presión ocular. De los plazos, el dinero y la pelusa. De los ángeles y las princesas en torres inalcanzables.

Vomita tinta antes de dormir otra vez. Es sólo una cuestión de líneas paralelas: si por la mañana los vómitos son literales, por la noche deben ser metafóricos. Quiere sacarse de la sangre este veneno que siente lo infecta todo, lo vuelve espeso, sin excepciones. Su guerra con las palabras es su exorcismo, una sangría que la agota. Quiere encontrar su propio mandala, al igual que Julio, aunque sabe que el agua de su río es turbia aún. Presiona botones intencionalmente, sabe que su zoé jamás existirá si no se lanza al abismo que la espera, oscuro y tan prometedor.

“Y así, maquillada, perfumada y desnuda por dentro me quedo a esperarte mientras la luz de la tarde desaparece, donde el cielo se vuelve anaranjado. Sé que no vendrás.”

A ella le encanta el olor del té. Especialmente el de jazmín. Le fascina el cine, donde se entrega completamente a una catarsis de dos horas. Prefiere que no le hablen apenas se despierta; siempre le costó pasar del inconsciente al consciente, y bajar los pies de la cama. A veces se queda dormida en las plazas, sobre todo los domingos soleados. Odia los miércoles. No puede comer comida chatarra: su estómago se queja durante días. El malhumor tarda horas en despejarse de la comisura de sus labios, en esos días en que cada molestia mínima la saca de sus casillas. O de su equilibrio, como dice ella. A ella algunos días le duele estar viva. Acaso respirar sea una tarea titánica algunas mañanas, el vapor en la ducha hirviente es una constante para la mujer frágil que se piensa.

“Sueño con deslumbrarte alguna noche con un disfraz que no se parezca en nada a la imagen que te hiciste de mí. Puedo jugar a ser lo que yo quiera, sólo tenés que darme la oportunidad.”

Mientras saboreaba un cóctel explosivo de jugo de naranja con lágrimas, pensó que ese invierno duraría para siempre, que sus manos se congelarían y dejaría de escribir. No sabe divertirse, tiene miedo. Miedo de todo. Miedo de lo que puede ser si decide mutar otra vez, sacarse la piel de serpiente-conejo y liberarse de ese cuerpo que odia y ama, que la ata a lo que no desea. Ese invierno plagado de sueños reales, realidades ilusorias e ilusiones volátiles. Ella quiere liberarse. Pero no sabe. El mundo le parece ridículo por momentos, se siente desapegada de todo lo material, como si le fuera posible salirse de su cuerpo y mirar alrededor desde un lugar que no son sus ojos, tocar desde una vibración que no son sus manos. Ninguna canción le habla, está fuera de alcance de cualquier radar, más allá de las palabras. Las ondas que emite son mínimas, tan pequeñas que no superan su espacio personal. Una pregunta ronda en su cabeza continuamente: ¿Por qué cambié algo tan importante para mí por otra persona? ¿Por qué permití que mis valores se trastocaran en el supuesto nombre del amor? Desea, desea ante todo recuperar aquello que perdió, volver a encontrar su esencia, aquella sensación de paz que conoció en algunas noches de verano durante su adolescencia.

“Me escapé. De ella, del lugar, de la cotidianeidad, del ruido, de las charlas banales, del enojo y la preocupación, de la compañía que no es placentera. Pero sobre todo me escapé de lo que me dolió cambiar mi esencia por otra persona. Es hora de mutar a mi original otra vez, de volver a ser.”

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