sábado, 20 de diciembre de 2008

Atardecer de verano


“Sos una salvaje” me dijo y yo me quedé mirándola. Un lágrima cayó, y me di cuenta de lo que significaban sus palabras, esa expresión en su rostro que había visto tantas veces. A pesar de que la conocí un par de meses atrás, se había despertado en mí un terrible deseo de sacarle una a una todas las sonrisas posibles… Algunos días lo lograba, aunque nuestros primeros encuentros terminaron tan abruptamente que apenas si alcanzamos a intercambiar unas pocas frases. Solíamos cruzarnos por casualidad en algún lugar insólito, casi como si el destino nos marcara el camino: la Terminal de ómnibus, algún espectáculo nocturno, una calle alejada del centro de la ciudad. Y muchas otras veces, al pasar el tiempo, nos pusimos de acuerdo para coincidir en la plaza, sólo para tirarnos panza arriba a mirar las nubes. Un pedacito de cielo para nosotros, y nos conformábamos. Jamás nos tocamos: nuestro amor –si es que se puede llamar de tal forma- se escondía en las miradas, en los poemas que nos enviábamos para después compartir opiniones, en un roce intangible de las almas… No se me hubiese ocurrido acercar siquiera mis manos a las suyas, tal vez el mismo cielo que mirábamos se cayera a causa de nuestra imprudencia.
En la única ocasión en que mi mano descuidada se movió a centímetros de su hombro, la vi ponerse pálida como la luna y luego un rubor escarlata le cubrió las mejillas. No podría describir la mezcla de miedo, dolor y fuego que me invadió: el verla sonrojarse de esa manera se hizo evidente que aún conservaba toda la inocencia de una mujer que aún no ha sido descubierta y observada completamente… (10-3-08)

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