Una sola vez discutieron, y sus atípicos insultos cayeron sobre sus ojos sin manuales explicativos. Pero se encontraron las perras negras en la arena, y en lugar de destrozarse los colmillos, agacharon la cabeza sin siquiera vislumbrar lo que habían causado. Se lamieron las heridas mutuamente, admitiendo que había demasiado que no comprendían. Y así se dejaron ir, molestos y ansiosos por todo aquello que no podían pronunciar porque no tenía nombre, porque les dolía y no podían acercarse a través de los límites. Sólo en sueños lo habían logrado, en noches de luna llena, asfixia de verano y soledad de auriculares. Siempre se quedaban con el vacío entre ellos, el gusto a poco en la boca y en el estómago, la sensación de que en cualquier momento alguien los pellizcaría para sacarlos de las tierras de Morfeo y serían violentamente arrojados a una oscuridad donde no pudieran volver a consolarse jamás. Ella le prometió que siempre lo recibiría con una sonrisa, aunque su alma intentara incendiarse. Él le prometió que jamás sería violento, aunque se sintiera frustrado. Tenían tantos secretos como era posible, tantos miedos como pesadillas, tantas dudas como temblores sísmicos. Y no se amaban.
miércoles, 29 de febrero de 2012
Impensable
Él ya no quería más planteos. Ella no quería más ilusiones estructuradas. Los dos sabían precisamente lo que no buscaban. Sus caminos se cruzaban cuando no había más opciones, cuando era inevitable el desvío, los colectivos, la lluvia y ese extraño viento norte. Entonces los juegos comenzaban, porque era tan fácil retomar desde la vez anterior, porque ninguno de los dos dejaba escapar un detalle. Medían sus palabras con reglas milimétricas, cada una se hilaba a otra que se había pronunciado años atrás. Sólo eran unos enfermos, quizás. O le daban demasiada importancia a los sonidos. Ella lo llamó "ladrón" y él se asustó, aunque la sonrisa burlona que acompañaba a la acusación fuera evidente. Él le dijo que no lo conocía, y a ella se le congeló la cara. Tenían mil nombres para cada uno, mil maneras de llamarse. Él nunca la había visto bailar. Ella no tenía ni una foto de él. Les hubiera encantado meterse en los pensamientos del otro, para desordenarlos, para perder las reglas y probar si fuera posible un comienzo tal cual sucedió antes, en un mar azaroso, donde cualquiera podría haber huído sin dejar rastros.
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