Eran dos egos revolcándose en sus ilusiones. Cuando ella reía, él no entendía. Cuando él cerraba los ojos, ella creía que no la quería ver. Cuando ella lo miraba fijamente, él imaginaba lo peor. Cuando él la desafiaba, ella se paralizaba. Seguían jugando sin saber qué buscaban. Ella se arrepentía de dejarlo ir con las manos vacías, pero no sabía usar otra disculpa más que "perdón". Él la observaba y no podía dejar de asociar su cara de nena, su cuerpo de nena con su inexperiencia, su inmadurez. Él deseaba tener algo que ella jamás le daría, ella deseaba lo que él no quería darle.
Era necesario preguntarse si la lluvia no borraría las manos, si los truenos no cercarían el placer, si los relámpagos no esconderían los recuerdos de las palabras susurradas al oído. Era necesario, porque seguirían buscándose el uno al otro durante años, sin conocer la razón, sin poseerse por completo. Pasarían los meses y ellos seguirían la misma conversación interminable, el mismo acto indescifrable, a pesar de los códigos y las estocadas con zapatillas en la calle y los paraguas ridículos y las canciones que cantaban al unísono.
1 comentario:
En la guerra de egos, la única victoria posible es la soledad, siempre...
Saludos
J.
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