lunes, 27 de febrero de 2012

Inalcanzable

Él la recorría con sus palabras, pero ella no dejaba de boquear. "Calláte", quería decirle él. "Callate, que no puedo escuchar tu corazón". Pero la dejó seguir, sin interrumpirla. Lo que él quería era sentirla más cerca, sin que ella volteara la mirada, sin que se le escapara como otras veces. Ya la había visto así, ya había visto cómo le temblaban las piernas, cómo se mordía los labios. Ya le había hecho pedidos inútiles, que ella no respondía más que con un "ok". Le molestaba un poco su vocecita aguda, su torpeza. La ignoraba, la desconocía, excepto cuando apoyaba su boca en la suya. En esos instantes de silencio creía que el mundo se iba a detener, que la costumbre tenía que lograr que se derrumbara un pedazo de cielo. A ella no le importaba la costumbre. Sólo sabía que tenía enfrente un enigma que no podía resolver con palabras, y eso la llevaba a la exasperación. Cuando no pudo jugar, se enojó, y quiso patear latas, apuñalar paredes, puñetear vidrios. Él la veía tan ambiciosa, tan porfiada, tan terca. Ella no quería saber nada de esperas ni tiempos muertos. Creía que ya había esperado demasiado.
Eran dos egos revolcándose en sus ilusiones. Cuando ella reía, él no entendía. Cuando él cerraba los ojos, ella creía que no la quería ver. Cuando ella lo miraba fijamente, él imaginaba lo peor. Cuando él la desafiaba, ella se paralizaba. Seguían jugando sin saber qué buscaban. Ella se arrepentía de dejarlo ir con las manos vacías, pero no sabía usar otra disculpa más que "perdón". Él la observaba y no podía dejar de asociar su cara de nena, su cuerpo de nena con su inexperiencia, su inmadurez. Él deseaba tener algo que ella jamás le daría, ella deseaba lo que él no quería darle.
Era necesario preguntarse si la lluvia no borraría las manos, si los truenos no cercarían el placer, si los relámpagos no esconderían los recuerdos de las palabras susurradas al oído. Era necesario, porque seguirían buscándose el uno al otro durante años, sin conocer la razón, sin poseerse por completo. Pasarían los meses y ellos seguirían la misma conversación interminable, el mismo acto indescifrable, a pesar de los códigos y las estocadas con zapatillas en la calle y los paraguas ridículos y las canciones que cantaban al unísono.

1 comentario:

José A. García dijo...

En la guerra de egos, la única victoria posible es la soledad, siempre...

Saludos

J.