domingo, 29 de julio de 2012
Pared (verano)
Veinte días sin terapia y caí en la cuenta de que había demonizado el fin del invierno y la primavera indecisa. Entonces apareciste vos. Febrero, calor, remera blanca y lentes negros, pura imagen y el detonador en la mano listo para estallar. No esperaste a que me calle para tirarte a mi boca, y en una tarde nos olvidamos de los preámbulos, la histeria, el pavoneo para la conquista. No había palabras, no servían de nada, porque en esos cinco segundos en los que me detuve en tus ojos, entendiste que mis balas de plata te estaban haciendo una pregunta más que certera, que no hizo falta contestar. Tampoco querías contestarla. Eso era todo, ni un poco más ni un poco menos: una brecha de vacaciones, y la complicación de un sentir hubiera arruinado la búsqueda de la saciedad momentánea. Me quedé un rato largo mirando la pared blanca, tratando de que mi mente quedara así también. Los cuerpos rotos no ayudaron en nada; sabía que no volvería a verte. Pero seguís ahí, observándome, desde afuera, sin hacer un movimiento.
miércoles, 25 de julio de 2012
Plaza (primavera)
Nos encontrábamos en el mismo lugar, "nuestro" banco de la plaza, cada vez que podíamos. Todavía no te había regalado tu otro nombre, pero cada roce era motivo de cachetes colorados y disculpas sin sentido; ya teníamos códigos aunque sólo nos habíamos dado unos pocos besos. Ese día te vi llegar con tu camisa marinera y una sonrisa de oreja a oreja, tu saludo tímido -un lugar público, nos hubiera traído problemas, andar de trampa y tu familia y todo lo que cayó fuera de tiempo-. Te sentaste un poco lejos, con la mochila en medio, como si un objeto tan inerte pudiera frenar el quilombo hormonal que nos pasaba por adentro, que me aceleraba el corazón si te descubría mirándome fijamente. Hablamos un rato, pavadas que traslucían ganas de sentirnos cerca, la facu, gustos en común, el clima; el sol nos alcanzaba desde la esquina, te cruzaba un ojo, ya me había sentado de frente para poder mirar tu boca, y de repente, la ráfaga inesperada y la lluvia de florcitas violetas. Miraste hacia arriba y alzaste las manos para cazar alguna, sorprendida de que el cielo nos hiciera un regalo, nos diera su bendición tan pronto, y la luz te llenó de puntitos luminosos que a mí se me hicieron mágicos. Creo que el tiempo se detuvo un instante en la comisura de tus ojos. Esa fue la señal: tenía que reconocer que me estaba llenando de sueños otra vez, que te acercabas a mí con la fuerza de un imposible. Te convertiste en todo y eso, por supuesto, nos llevó a la nada.
domingo, 15 de julio de 2012
miércoles, 4 de julio de 2012
Colectivo (invierno)
La luna estaba increíble esa noche. Tenía un color anaranjado con destellos rojizos que nos tenía embobadas mientras la mirábamos por la ventanilla del colectivo. Me corrí de mi asiento para apoyar mi cabeza en tu hombro y que me abrazaras. Volvíamos de la casa de tu viejo, era la primera vez que nos veía juntas y yo estaba un poco desanimada porque creía no haber causado una buena impresión. Pero ninguna de las dos dijo una palabra durante todo el viaje, que se hizo un poco más largo de lo usual; el tiempo se alargaba y la luna se agrandaba, más y más. Parecía que quería decirnos algo, que le dolía alguna parte, que estaba sangrando y necesitaba una curita. Deseé que ese recorrido por la autopista no se terminara nunca, que siguiéramos toda la noche abrazadas frente a ese cielo que se nos venía encima a cada rato, para quedarme escuchando tu respiración y la mía perfectamente al unísono, porque entre nosotras siempre funcionó mejor el silencio, porque en ese momento estábamos suspendidas entre nuestro propio tiempo líquido y el asiento tapizado de gris. Pero ayer te crucé en la calle y corriste la mirada para no saludarme.
Ventana (otoño)
La lluvia se volvió más y más frecuente desde que nos encontramos. Recuerdo miles de detalles de esa noche de otoño en la que el aire tibio -mejor dicho, la falta de él- antes de la tormenta se nos volvió insoportable. Mirábamos una película de fantasmas, y me levanté de la cama, desnuda, para apoyarme en la ventana abierta a buscar un poco de alivio. No había ninguna luz prendida en nuestro cuarto: sólo el reflejo de la tele, y la luz de mercurio de la vereda de enfrente que daba de lleno en mi cara. No te levantaste conmigo, simplemente te quedaste en la cama con tu cigarro, apoyada en mil almohadas. Pude sentir cómo me recorrías la espalda con la vista al mismo tiempo que caían las primeras gotas. Me sonreí: era uno de esos instantes en los que la costumbre se resquebraja desde adentro, porque la lluvia, vos y la luz de mercurio estaban ahí, todas atravesándome. Me gusta ese recuerdo. Me gusta pensar que no te olvidaste de ese aire cálido. Pero hoy soy sólo la silueta en la ventana que alguna vez te sonrió.
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